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Y comandas aparecían desde el artefacto electrónico: una tras otra. Hombres de negro y rojo, con el respectivo logo VICIUOS, realizaban malabares –revueltos con cosmopolitans, piscolas, pichers de cerveza y acompañamientos salados, ya sean de frituras o de pescado muerto (popularmente llamado sushi)-, a fin de conseguir la ansiada propina. Y el sonido taq, taq, taq, se mantenía sincopado y alarmante. “¡Carajo Milo! ¡Si no te apuras, ni cagando te quedas!” sentenció Carlo T., uno de los meseros (treintón y de alta señoría en el oficio), a Emilio. En tanto, el muchacho estaba atrasado con un pedido de tres micheladas, dos bandejas de bajitas, y doce empanadas de queso-camarón. La desesperación por una salvaguarda de H20 a la vena, y así evitar trémulos sudores, aumentaba con aquella reprimenda y otras más a medida que viajaba desde la cocina hacia su plaza (lugar de atención designado). Y los cuales se aglutinaban con otros entredichos cuando Emilio volvía a efectuar el interminable vaivén, de un sector a otro: “Tienes tres personas esperando, Milo”; “¡Y qué pasó con las tres micheladas…! ¡Mmm, parece que la cosa no anda pollo chico!” Aunque siempre existen aires de consuelo: “Tranquilo guachito, toma aire, y sigue. ¡Vamos campeón!”. Incluso si son lascivos y excitantes: “Cosita… Apúrese que se le van las propinas. Pero si sale todo bien, la mamita del bar lo apapacha luego”; “Faltan como tres horas nomás, Milito… Y de ahí nos pegamos sus perreos al lado, en el subte, mi guacho”… Y así. No había ya noción de tiempo, pero sí de órdenes, de servir, mirar si los consumidores necesitaban algo, y volver a servir. Acto para el otro, mas con fines monetarios. Y taq, taq, taq, resonaba nuevamente.
Emilio trató de buscar el equilibrio precario, entre los anecdóticos y pesimistas comentarios de sus compañeros, una vez que se cancelaron las cuentas de su respectiva plaza. Por lo mismo, llegó a la cocina -donde Napoleón, el copero más rápido de todo el Perú, trabajaba con el hombro bien puesto a fin de mantener el restobar abierto-, para su dosis tranquilizadora: mucha, pero mucha agua. Cuando de repente una sombra cubrió la mitad del cuerpo del joven y Napoleón borró su sonrisa característica. “Emilio… Hace 2 minutos que te están llamado en tu plaza…”, informó irónico Max, el gordillo, de media altura y ferviente defensor del trasnoche, alias el administrador. “No sería bueno que fuera inmediatamente…”. Y Emilio salió raudo con dos relucientes pichers vacíos. Max y Napoleón sonrieron, cómplices de una escena repetida dentro de su inversa cotidianidad.